Gustavo Adolfo Castillo Torres
Partiendo de la idea de que “(…) el buen hacer y el rendimiento institucional de las Administraciones Públicas depende de la relación que se establezca entre la dimensión política y la dimensión profesional, (…)”, importa señalar que lamentablemente en México son pocas las instituciones que pueden pasar esta prueba del ácido. La corrupción está en todos lados; la lealtad, la sumisión y las relaciones personales son el principal criterio para conseguir trabajo o colaboradores y, finalmente, el corporativismo como pieza fundamental del sistema político mexicano emanado desde tiempos de la Revolución. Fenómeno al que Carles Ramió Matas ha denominado como: “utilizar la técnica de dar voces”.
En virtud de ello, si bien es cierto que en las administraciones públicas del Estado Mexicano pueden estar presentes competencias profesionales y calidad humana de actores políticos y de altos funcionarios, también lo es que el “efecto multiplicador” que dé significado a esa relación, a través de la compenetración y empatía que debiera existir entre ellos, queda opacado y porque no decirlo, en algunos casos nulificado, cuando está en juego el puesto, la amistad y la reputación de los altos directivos si se pretende llevar a cabo alguna acción que esté fuera de los “estándares” de ese corporativismo institucional -que es importante resaltar- cada vez más en declive. Entonces, la exigencia que debiera predominar en una eficaz y eficiente administración pública en el sentido de tener a un buen político aún dista mucho de la realidad actual, ya que la denominada “legitimidad democrática” sigue siendo superada por el perverso criterio de “elegir al menos peor”, generando con ello situaciones poco propicias para consolidar algunos de los escenarios de la infinita relación entre la Política y la Administración.
Dicho lo anterior, debido a que el “mérito” amenaza a las élites políticas, resulta urgente y por demás necesario redefinir las reglas del juego a efecto de que la discrecionalidad sea superada por la obsesión positiva en la selección de los cuadros que formarán a los buenos políticos, quienes a su vez permitirán dar paso a esa “multiplicación” tan necesaria hoy día con los directivos profesionales, situación que efectivamente garantice un creciente rendimiento institucional al amparo de una eficiente cadena de mando sustentada en una adecuada sinergia entre lo políticamente cupular y lo tecnocráticamente profesional.
Así, atendiendo a los diferentes escenarios de la relación entre la Política y la Administración, es de mencionar que por desfortuna aun predomina en nuestro país aquél en el que prima la confianza política y/o personal, toda vez que en el momento que un político llega a tomar las riendas de una administración pública –lo que acontece con cada cambio de administración federal, estatal y municipal-, el “rasero de la desconfianza” se constituye como el primer acto de la novel y casi siempre inexperta administración, provocando sendas consecuencias negativas motivadas por el miedo y la arbitrariedad hacia la primera línea profesional que, como se sabe, la mayoría de las veces es la poseedora de la trascendental memoria institucional. El resultado, perder no sólo los vicios burocráticos que pudieran existir, sino que prácticamente queda en el limbo ese fundamental know-how de gran utilidad para la propia institución, con los graves costos políticos y sociales que ello representa.
En contexto, cabe apuntar que México en sus tres órdenes de gobierno realizó importantes esfuerzos para promover la profesionalización basada en méritos. Destaca a nivel federal, la implementación del Servicio Profesional de Carrera (SPC) a partir del año 2003, con lo que a 17 años de vigencia de la Ley del Servicio Profesional de Carrera en la Administración Pública Federal, el sistema implementado ha sido sujeto de diversos estudios y análisis realizados por organismos nacionales e internacionales, así como por organizaciones de la sociedad civil. Entre los principales hallazgos encontrados, se constató una complejidad de origen toda vez que el SPC tomó como base un diseño mixto entre el sistema francés y el new public management. Adicionalmente, el alcance del SPC resultó considerablemente limitado, pues en 2018 sólo existían poco más de 28 mil empleados en la Administración Pública Federal (APF) que pertenecían al SPC, sobre un total del orden de 1,700,000 servidores públicos. Otro descubrimiento, fue el alto número de concursos declarados desiertos y la gran cantidad de ocupación temporal de plazas, aunado al ineludible reconocimiento de que la evaluación del desempeño se ha convertido en un trámite de utilidad también limitada.
Consecuentemente, el Gobierno Federal a través de su Secretaría de la Función Pública y en coordinación con la sociedad civil (a través de la Red por la Rendición de Cuentas), ha intentado implementar propuestas específicas para un nuevo modelo de profesionalización basado en un SPC fortalecido, íntegro, incluyente, intercultural, con perspectiva de género y apegado a los derechos humanos, pretendiendo lograr ampliar su alcance y claridad en sus conceptos, además de sencillez y flexibilidad en su implementación. Ello, de alguna manera ha permitido desarrollar nuevas reglas de profesionalización destinadas a impulsar una carrera administrativa estable y confiable, así como un cuerpo preparado de alta dirección listo para su homologación a nivel nacional. Todo ello sin dejar de lado que para su puesta en marcha, se ha requerido primeramente de un cambio cultural profundo como motor de esa tan ansiada complicidad entre lo político y lo profesional, bajo los ingredientes de sentido común, ausencia de prejuicios, buena predisposición, prudencia, valentía y capacidad de empatía. Esta fase evidentemente se encuentra aún ante un pormenorizado proceso de evaluación.
Asimismo, destaca que en México se ha presentado también el extraño fenómeno denominado como: el politécnico o “tercer género”[1]. Al respecto, si bien es cierto que esta figura sui generis ha resuelto ejecutiva y eficazmente la vida de los políticos recién llegados a una administración para ocupar de manera ágil –aunque no tan bien recibida- su catálogo de puestos, también lo es que provocó una preocupante y costosa expansión de la estructura administrativa, lo que ha constituido uno de los principales focos rojos de atención de la administración actual, dando como resultado la reducción de estructuras públicas; recortes de salarios; descentralización administrativa; desaparición de puestos, entre otros aspectos, con la consecuente incertidumbre e inestabilidad laboral que ello implica.
La compleja relación generada entre los políticos, los altos funcionarios y, ahora también los politécnicos, debe ser un elemento esencial de estudio y tratamiento de un nuevo modelo de profesionalización basado no sólo en méritos, sino también en una nueva cultura anticorrupción y de alta sensibilidad institucional. Es aquí en donde el concepto de normativa inteligente o Smart Regulation encuentra su beta, para que a través de sus postulados logre estatizar una gobernanza regulatoria sustentada en una innovadora reingeniería institucional que consolide una sólida relación entre la dimensión política y la dimensión profesional.
Bajo el escenario antes expuesto, se estima conveniente finalizar con un análisis respecto de las competencias de los directivos públicos en nuestro país, desde la óptica del postulado bélico de Sun Tzu basado en el engaño, que en el caso, queda como “anillo al dedo” para describir en una palabra la actuación de los políticos que en muchos casos siguen “aferrados” a los puestos de élite de la administración pública federal y local. En tal virtud, y siguiendo la arquitectura conceptual expuesta por aquel autor en el capítulo I de su obra maestra El arte de la guerra, aventurémonos a realizar un sucinto ejercicio analítico de cada una de las competencias con respecto a lo que se estima es el perfil actual de nuestros directivos políticos en México:
- La sabiduría: Polivalencia, corrupción y capturas predominantes en los cargos políticos desde hace varias décadas, han forjado una experiencia negativa que lejos de brindar sabiduría, ha demostrado una terrible ignorancia de esas “élites” que como “chapulines” brincan de un puesto a otro para garantizar su permanencia, y que lejos de adquirir o desarrollar nuevas habilidades o competencias profesionales, el único resultado se traduce en un nulo aporte positivo a las instituciones que encabezan o conforman, recalcando la grave crisis institucional que padecemos;
- La sinceridad: Simplemente cabe decir que los intereses de los políticos están muy por encima de los valores de verdad y de justicia per se. No hay un respeto por la institución, ni mucho menos por la sociedad. Aquél que por educación y principios destaca su propia sinceridad, difícilmente alcanza una dirección política; si lo hace, tarde o temprano afectará los intereses “en turno” y será cesado. Algo muy duro, pero real. Las relaciones de poder se sustentan en el engaño y la fuerza; de ahí que el “líder político” destaca más por su
anticompetencia y antivalores, que por su solidez conceptual y valentía de sus decisiones;
- La benevolencia: Queda opacada por el temor fundado en estrategias poco amables y aún más, poco empáticas. Si bien un “líder” puede ser benévolo en ocasiones, no logra consolidar el respeto de sus funcionarios. Rara vez existe un dejo de “autoridad” que se aparte del interés propio de permanecer en el cargo, con el consecuente perjuicio institucional;
- El coraje: Se resalta frente a sus subordinados –generalmente con rabia-, pero la mayor parte de las veces se minimiza frente a sus superiores y sus intereses. Este quizá es el “mayor talón de Aquiles” de los políticos mexicanos. Aquél que resulta “valiente”, -al igual que en la sinceridad-, es cesado o “congelado”. Es la causa mayor del retroceso institucional, y
- La disciplina: Dominante en su acepción negativa; es decir, contrario sensu. “Si no te gusta, te puedes ir”. Es de alguna manera, el “gran látigo” de la administración pública vigente. Cuando un político no es autodisciplinado, sus errores los “descarga” en los demás; entonces, esta valiosa capacidad se diluye en la “jungla” de la administración pública.
Parafraseando a Maquiavelo: “(…) si las leyes no bastan, entonces hay que recurrir a la fuerza (…)”. Ante tal frase lapidaria, surge la inminencia en la urgente necesidad de entrelazar dos grandes y relevantes temas: normativa inteligente y mejora regulatoria. El resultado: una calidad regulatoria que permita contar con buenos políticos y directivos públicos dotados de experiencia, de excelentes capacidades, de competencias directivas y de méritos profesionales, de honestidad, coherencia y autenticidad, de comprensión y tolerancia pero sin demérito de energía y voluntad, a través de una instrucción sistemática y permanente hacia sus subordinados, que ejerzan el poder desde instituciones inclusivas y fortalecidas, y siempre bajo el estandarte del bien común por encima del beneficio individual.
En suma, lejos de pretender un escenario utópico o lejano de toda realidad, el verdadero reto consiste en lograr una alquimia entre todos los ingredientes mencionados, con su justa medida, y obtener un liderazgo exitoso que forme parte del ADN de todo servidor público -políticos, funcionarios y politécnicos, multinivel- que se digne de serlo desde cualquier trinchera de la Administración Pública, bajo las cualidades de ser sincero, benevolente y disciplinado, pero sin dejar de ser astuto, calculador y hasta cruel cuando se trate de defender con fiereza aquellos ideales y principios del servicio público. La calidad regulatoria debe ser ese eslabón entre lo político y lo profesional. ¡Al tiempo!
[1] Entendido como el que aglutina las dos legitimidades (político y alto funcionario), ya que ocupa un puesto directivo tanto a partir de sus competencias y conocimientos profesionales, como en función de la confianza política y personal del político que lo ha seleccionado y lo ha ubicado en ese puesto directivo.
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